No sirvió de nada ponerse a llorar. Las lágrimas surgían, eran sinceras, no como las otras veces donde era preferible perdonarlo. La directora, al ver que éstas eran sus verdaderas lágrimas, pasó del miedo a la furia. “Además, es lo más fácil para la escuela”, le había sugerido la psicóloga previamente. Así que no dudó: quedaba expulsado.
Gepetto se paró apoyándose en el escritorio y saludó a las dos mujeres con un apretón franco y avergonzado. “Vamos para casa, Pinocho”, le indicó al chico, y ambos partieron sin decir nada.
“¿Ves? tu papá es un cobarde”, le insistía el grillo en la parada de colectivo.
“Papá, ¿no vas a decir nada?”, dijo.
Gepetto le dedicó sólo un gesto de reprobación con la mano. Pinocho tuvo que conformarse con eso. Al llegar a la puerta de la casa, Gepetto dijo con voz cansada:
“Mañana temprano vení al taller”, luego fue a ese lugar y se encerró por el resto del día.
Más tarde se daría cuenta que eran la vergüenza y el peso del silencio lo que no lo dejaban dormir. Al menos el grillo no estaba con él, se encontraba entre la maleza, charlando con los otros grillos como todas las noches.
Cuando amaneció, sintió los párpados cansados y la necesidad imperiosa de quedarse quieto, pero tenía que salir. Arrastró sus pies hasta el baño y buscó la caja de hisopos.
“Esto te va a calmar por varias horas”, le dijo al grillo de cara al espejo.
Bajó las escaleras, como temiendo despertar a alguien y atravesó los dibujos que estaban desparramados por el piso de la cocina. Eran bocetos, ideas descartadas de juguetes que jamás se verían tallados en madera. Sí… siempre en madera.
“El toque humano”, era la respuesta del viejo ante todos los reproches de Pinocho o de los vecinos del barrio, pero no había caso, para él eran algo más que juguetes anticuados. Gepetto se veía a sí mismo cuando trabajaba con ellos horas y horas, por más que fuera a cambio de miserias o juguetes apilados en la repisa.
Pinocho pateó un prototipo ni bien entró al taller, Gepetto apenas le prestó atención.
“Sentate, ayudame con las piezas”, le dijo desde un rincón apenas iluminado de luz solar.
Pinocho todavía se estaba acostumbrando a la penumbra y tropezó varias veces más, como en una comedia improvisada. Esta vez, se iba a callar la boca, no quería provocarle ningún malestar.
Lo veía tan encorvado, trabajando con esos trastos astillados, que le era difícil imaginarlo de otra forma. Vivía para los juguetes como en una simbiosis que lo carcomía poco a poco…
Continuará…