El arte también puede tomarse de las calles de la ciudad. Y ese arte puede hacerse presente en una marcha, en una manifestación. Señalar de manera gráfica, colorida, explícita, irreverente o dramática, los abusos del poder o diferentes planteos de la sociedad.
Cuando el arte escapa de los museos hacia la calle, su sentido se trastoca. La tragedia de Hamlet no sería la misma si, en vez de representarse en el Teatro Cervantes se interpretara en los pasillos de la Villa 9 de julio de San Martin. En la calle se vuelve distinto, quiere decir otras cosas sin perder su sentido estético.
La propuesta es hacer una pequeña revisión a los hechos y protagonistas más relevantes de nuestro tiempo para ayudarnos a entender y, por qué no, a descubrir las maravillas y los alcances que tiene el Arte gráfico callejero cuando interviene en la protesta.
La imaginación a la pared: El Mayo Francés.
50 años atrás, en Francia, especialmente en la Ciudad de Paris, una serie de protestas iniciadas por estudiantes -a los que, luego, se sumaron obreros y sindicatos-, desencadenaron el denominado Mayo Francés, donde gran protagonismo se lo llevaron los graffitis, carteles y dibujos que elevaban las demandas a un estado ideal donde el máximo sentido de realismo mutaba a la ficción más pura. Varias de esas leyendas remitían a pensadores reconocidos como Nietzche, Artaud o Unamuno. Algunas paredes expresaban gritos como estos: “Somos demasiado jóvenes para esperar”, “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre se compensa por la garantía de morir de aburrimiento”, “El aburrimiento es contrarrevolucionario”. Hasta las proclamas idílicas “Bajo los adoquines, una playa”. Estas expresiones testimonian fastidio, repudio, voluntad de cambio. Esa confluencia de hastío y rebeldía en el entorno rumoroso de las barricadas, permitió la gestación de consignas que aglutinaban sarcasmo, violencia y poesía.
La filosofía también cursaba un año de transiciones en 1968. Mientras Herbert Marcuse celebraba la revuelta como un gran paso de la teoría hacia la práctica, Theodor Adorno opinaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción sino para el “duro trabajo de pensar”.
Fue tal la envergadura del movimiento estudiantil-obrero que los intelectuales fueron forzados a tomar posición, entre ellos Roland Barthes que celebraba la explosión de “una palabra salvaje”, que a través de diferentes juegos lingüísticos engendro frases como “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.
Para los más conservadores, sin embargo, Mayo del 68 no fue otra cosa que el origen de los “males” de nuestro tiempo: desprecio por la autoridad, crisis del concepto familia, etc.
Una particularidad de estos sucesos fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres y anónimos, grupos que hasta ese momento no tenían la suficiente autoridad para hacerlo y eso fue entendido como un desacato a la autoridad. De ahí nace su imagen idílica.
Mayo fue, ante todo, un grito colectivo de libertad.
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